Aunque últimamente pretendo desterrar de lo más profundo de mi ser la costumbre (inducida) de arremeter contra todo bicho viviente que en una autovía supere, porque sí, los ciento veinte kilómetros por hora (y los ciento treinta, y los ciento cuarenta y sigue y sigue...), en mi último viaje a Extremadura hubo un momento en que sin acordarme de la madre de nadie, no tuve más remedio que reparar, una vez más, en la peste que provoca esa gente que vulnera los códigos. El problema no es sólo lo que muestran con sus actitudes, sino lo que esconden. A la altura de Monesterio, en un atardecer bellísimo, típico de un otoño incipiente, me traspasaron cuatro o cinco dueños del mundo cabalgando vehículos brillantes a velocidades verdaderamente cabronas. Mientras sonaba en la radio un Pujol acorralado, por mi cabeza rondaba la reunión del viernes en Badajoz, y a todo esto las cabras pastaban. Todo normal, sencillo. Y entonces llegaron ellos, unos tipos medio delincuentes, para abrir, sin que tu se lo pidas, el peor de tus cofres, el que siempre quieres tener soterrado.
Fue Marinetti
quien, en un alarde de modernidad y de provocación, tuvo una inspiración por la
que siempre he tenido simpatía, aquello de que la velocidad de un coche de carreras
es más bella que la Venus de Samotracia. Yo matizaría: que puede ser tan bella.
Hay mucha belleza en la ciencia, y en la mecánica, que son disciplinas que a
menudo, erróneamente, algunos catetos, imbuidos de lo peor de un romanticismo
trasnochado, quieren enfrentar al arte. Ciencia y mecánica es el velamen de un
velero, por ejemplo, un artefacto que, en sus diferentes versiones, ha hecho
cabotaje por Escandinavia y por el Mediterráneo (por hablar tan sólo de dos
territorios muy lejanos) desde hace siglos. Si leemos en las páginas de una
tablilla romana la escena de un bote bordeando las costas de la vieja
Alejandría hablaremos de amor a la historia, y tal vez de sensibilidad y de
cultura. Es una maravilla aquello, pero también esto: que un tipo se ponga en
Almendralejo desde Cádiz en dos horas y tres cuartos. No sé si en este acto
habrá sensibilidad y cultura (aunque el conductor, en este caso, viajaba desde
Cádiz para concretar una exposición de dibujos en Badajoz), pero lo que sí es
lícito decir es que un coche circulando por una autopista es una consecuencia
de aquellos esquifes. Lo importante aquí es el código. Toda belleza, toda
acción o sentimiento, en cuanto rebasa el límite de lo pactado entre los
hombres pasa a ser hijoputez. A ver, objetivamente hablando: dos y dos son
cuatro. Ahí, en un circulito blanco y rojo se puede leer en negro el número
ciento veinte, tío, y por respeto a los demás, a ciento veinte tienes que ir.
Pues no: a ciento ochenta, por lo menos. Y para toparse con chulos como estos
no hay clase social, sino clase humana, porque, por lo poco que me dejó ver la
extrema velocidad que llevaban, me adelantaron un pijo engominado, un nonaino y
un vejete con pinta de electricista jubilado, todos ellos, curiosmente,
pilotando coches alemanes de alto voltaje. Y mira que son bonitos algunos
coches alemanes... Y mira que, además de coches, los alemanes tienen otras cosas
buenas, como pintores, por ejemplo.
Pues bien,
mientras Pujol seguía buscando sus señas de identidad y las cabras pasaban
olímpicamente de mi y de Pujol, se me vino a la cabeza, sin saber por qué, un
cuadro de Friedrich, uno de mis favoritos del pintor alemán, el exquisito y
pequeño lienzo de la National Gallery de Londres que representa un paisaje
nevado, y que, por cierto, ahora hace diez años que tuve el goce de contemplar
in situ. Y pensé: ¿conocerán estos tíos a Friedrich? ¿Habría por ahí suelta alguna
escuela para intentar hacer ver a estos enfermos que existe algo llamado
sensibilidad que no consiste en lloriquear viendo una telenovela sino en
entender el mundo de una manera pacífica, constructiva y delicada, sin molestar
ni inquietar al prójimo? Si no la hay, ¿por qué no la creamos eliminando
presupuestos inútiles para estupideces? ¡Ay, la escuela! ¡Dios, la escuela! Ese
lugar donde se aborrega a futuros padres que aborregarán. En todo caso, para
corregir estos desvíos habría que añadir a la terapia conductual escolar un
plus en forma de castigo. No, nada de quitar puntos o de retirar carnets. No:
esconderle el juguete. O sea, expropiación de coche, ya, y con lo que saquemos,
a construir escuelas para ciudadanos respetuosos. Y aún otro castiguito, un
último martirio chino: encerrarlos durante un mes en un cuartichín con música
del más refinado Vivaldi y varios kilos
de bollas de las que hacía mi madre. Escucha y come sin parar, hombre veloz . Y
ahora: ¿lo vas a hacer más?