domingo, 5 de octubre de 2014

SI MARINETTI LEVANTARA LA CABEZA


 Aunque últimamente pretendo desterrar de lo más profundo de mi ser la costumbre (inducida) de arremeter contra todo bicho viviente que en una autovía supere, porque sí, los ciento veinte kilómetros por hora (y los ciento treinta, y los ciento cuarenta y sigue y sigue...), en mi último viaje a Extremadura hubo un momento en que sin acordarme de la madre de nadie, no tuve más remedio que reparar, una vez más, en la peste que provoca esa gente que vulnera los códigos. El problema no es sólo lo que muestran con sus actitudes, sino lo que esconden. A la altura de Monesterio, en un atardecer bellísimo, típico de un otoño incipiente, me traspasaron cuatro o cinco dueños del mundo cabalgando vehículos brillantes a velocidades verdaderamente cabronas. Mientras sonaba en la radio un Pujol acorralado, por mi cabeza rondaba la reunión del viernes en Badajoz, y a todo esto las cabras pastaban. Todo normal, sencillo. Y entonces llegaron ellos, unos tipos medio delincuentes, para abrir, sin que tu se lo pidas, el peor de tus cofres, el que siempre quieres tener soterrado.

Fue Marinetti quien, en un alarde de modernidad y de provocación, tuvo una inspiración por la que siempre he tenido simpatía, aquello de que la velocidad de un coche de carreras es más bella que la Venus de Samotracia. Yo matizaría: que puede ser tan bella. Hay mucha belleza en la ciencia, y en la mecánica, que son disciplinas que a menudo, erróneamente, algunos catetos, imbuidos de lo peor de un romanticismo trasnochado, quieren enfrentar al arte. Ciencia y mecánica es el velamen de un velero, por ejemplo, un artefacto que, en sus diferentes versiones, ha hecho cabotaje por Escandinavia y por el Mediterráneo (por hablar tan sólo de dos territorios muy lejanos) desde hace siglos. Si leemos en las páginas de una tablilla romana la escena de un bote bordeando las costas de la vieja Alejandría hablaremos de amor a la historia, y tal vez de sensibilidad y de cultura. Es una maravilla aquello, pero también esto: que un tipo se ponga en Almendralejo desde Cádiz en dos horas y tres cuartos. No sé si en este acto habrá sensibilidad y cultura (aunque el conductor, en este caso, viajaba desde Cádiz para concretar una exposición de dibujos en Badajoz), pero lo que sí es lícito decir es que un coche circulando por una autopista es una consecuencia de aquellos esquifes. Lo importante aquí es el código. Toda belleza, toda acción o sentimiento, en cuanto rebasa el límite de lo pactado entre los hombres pasa a ser hijoputez.  A ver, objetivamente hablando: dos y dos son cuatro. Ahí, en un circulito blanco y rojo se puede leer en negro el número ciento veinte, tío, y por respeto a los demás, a ciento veinte tienes que ir. Pues no: a ciento ochenta, por lo menos. Y para toparse con chulos como estos no hay clase social, sino clase humana, porque, por lo poco que me dejó ver la extrema velocidad que llevaban, me adelantaron un pijo engominado, un nonaino y un vejete con pinta de electricista jubilado, todos ellos, curiosmente, pilotando coches alemanes de alto voltaje. Y mira que son bonitos algunos coches alemanes... Y mira que, además de coches, los alemanes tienen otras cosas buenas, como pintores, por ejemplo.

Pues bien, mientras Pujol seguía buscando sus señas de identidad y las cabras pasaban olímpicamente de mi y de Pujol, se me vino a la cabeza, sin saber por qué, un cuadro de Friedrich, uno de mis favoritos del pintor alemán, el exquisito y pequeño lienzo de la National Gallery de Londres que representa un paisaje nevado, y que, por cierto, ahora hace diez años que tuve el goce de contemplar in situ. Y pensé: ¿conocerán estos tíos a Friedrich? ¿Habría por ahí suelta alguna escuela para intentar hacer ver a estos enfermos que existe algo llamado sensibilidad que no consiste en lloriquear viendo una telenovela sino en entender el mundo de una manera pacífica, constructiva y delicada, sin molestar ni inquietar al prójimo? Si no la hay, ¿por qué no la creamos eliminando presupuestos inútiles para estupideces? ¡Ay, la escuela! ¡Dios, la escuela! Ese lugar donde se aborrega a futuros padres que aborregarán. En todo caso, para corregir estos desvíos habría que añadir a la terapia conductual escolar un plus en forma de castigo. No, nada de quitar puntos o de retirar carnets. No: esconderle el juguete. O sea, expropiación de coche, ya, y con lo que saquemos, a construir escuelas para ciudadanos respetuosos. Y aún otro castiguito, un último martirio chino: encerrarlos durante un mes en un cuartichín con música del más refinado Vivaldi  y varios kilos de bollas de las que hacía mi madre. Escucha y come sin parar, hombre veloz . Y ahora: ¿lo vas a hacer más?

lunes, 29 de septiembre de 2014

BROILO NUNCA SUPO NUESTROS NOMBRES


De Broilo nunca se supo nada más desde el 86, que yo recuerde. Aquella bajada de la calle de la plaza; aquel antro, hogar pequeñísimo del patriarca y de su indeterminada familia; y la pared de enfrente donde el hombre pequeño Vita-Vita se asustó al ver una vez una lagartija en plena noche de verano del 82 en nuestra presencia…, aquellas cosas son irrepetibles. Y de aquello, como otras pequeñas cosas de la vida en Almendralejo, nunca se supo nada más.
Broilo, ese hombre orondo en blanco y negro con cara de mafioso americano, que, sin embargo, rezumaba bondad en su pose, se sentaba en la puerta de La Mansión de los Plaff (que así apodamos al antro donde vivía), en camiseta de tiranta. Siempre resoplando por su gordura, miraba a los lados con aires de dragón de Comodo. La imagen de Broilo desparramado en su silla de enea se me vino a la cabeza  estos días atrás, después de que mi hijo Julio pronunciara una de sus palabras inventadas: esquilolio. Imagino que la cacofonía provocó la semejanza. Fue automático: esquilolio/Broilo.
Pero, ¿quiénes fuimos nosotros para Broilo? ¿Quiénes fuimos para él esos tres mozalbetes raros (dos mellizos y un normal) en zapatillas blancas de deporte, que pasaban a diario rumbo al parque? Quiero imaginar lo que rondaría por su cabeza cada noche de verano cuando nos viera pasar por su casa mirándola, cuchicheando, hablando en fou, disparatando… Yo creo que para Broilo también nosotros fuimos personajes, aunque aquel pobre hombre ni sabía nuestros nombres. Tampoco nosotros tuvimos nunca la delicadeza de haberle preguntado el suyo.